Mientras crecía oía la palabra genio muchas veces.
Siempre era mi padre el que la sacaba a relucir. Le gustaba decir sin ninguna razón: "¡No eres un genio!, ¿sabes?" Soltaba este comentario en medio de la cena, en las pausas de los anuncios de Vacaciones en el mar o después de dejarse caer en el sofá con el Wall Street Journal.
No me acuerdo de mi reacción. Quizá fingía no oírlo.
Los pensamientos de mi padre solían girar en torno a los genios, los talentosos y en si fulanito tenía más cosas que menganito. Le importaba mucho lo inteligente que él era. Lo inteligente que su familia era.
Yo no era el único problema. Mi padre tampoco creía que mi hermano ni mi hermana fueran unos genios. Según su vara de medir, ninguno de sus hijos le llegaba a Einstein a la suela del zapato. Por lo visto se había llevado una buena decepción con nosotros. Le preocupaba que esta desventaja intelectual limitara lo que pudiéramos llegar a ser en la vida.
Hace dos años tuve la suerte de recibir una beca MacArthur, conocida también como "beca otorgada a la genialidad". No te presentas como candidata a una beca MacArthur. Ni les pides a los amigos ni a los colegas que te nominen para que te la concedan. Es un comité secreto formado por grandes eminencias en tu especialidad el que decide si estás realizando una labor importante y creativa.
Cuando me llamaron de pronto para comunicarme la noticia, mi primera reacción fue de agradecimiento y sorpresa. Luego pensé en mi padre y en su áspero diagnóstico sobre mi potencial intelectual. No se equivocó. No me concedieron la beca MacArthur por ser mucho más inteligente que mis colegas psicólogos. En realidad, mi padre tenía la respuesta correcta ("No, no lo es") a la pregunta equivocada ("¿Es ella un genio?")
Transcurrió casi un mes entre la llamada y el anuncio oficial. Aparte de a mi marido, no me permitieron decírselo a ninguna otra persona. Me dieron tiempo de sobra para reflexionar sobre la ironía de la situación. La niña a la que le habían dicho hasta la saciedad que no era un genio acabó ganando una beca por serlo. Se la concedieron por haber descubierto que aquello que alcanzamos en la vida depende más de nuestra pasión y perseverancia que de nuestro talento natural. Desde entonces ha reunido diversas titulaciones otorgadas por universidades sumamente exigentes, pero en tercero de primaria no obtuvo la puntuación requerida para acceder a las clases de los niños superdotados. Sus padres, pese a ser emigrantes chinos, no le dieron un sermón sobre la salvación mediante el trabajo duro. Rompiendo los estereotipos, no sabe tocar una sola nota de piano ni de violín.
La mañana en que anunciaron las becas MacArthur, me dirigí al apartamento de mis padres. Ya se habían enterado de la noticia, al igual que varias "tías" mías, que me llamaron un detrás de otra para felicitarme. Cuando por fin el teléfono dejó de sonar, mi padre me dijo girándose hacia mí: "Estoy orgulloso de ti".
Podía haberle respondido muchas cosas, pero me limité a decirle: "Gracias, papá".
No tenía ningún sentido remover el pasado. Sabía que de verdad estaba orgulloso de mí.
Con todo, una parte de mí quería volver atrás, a cuando era niña, y decirle lo que ahora sabía.
Le hubiera dicho: "Papá, me dijiste que no era un genio. No voy a rabatírtelo. Conoces a un montón de gente mucho más lista que yo". Me lo imaginé asintiendo con la cabeza, dándome la razón con expresión grave.
"Pero quiero que sepas que llegaré a amar tanto mi trabajo como tu amas el tuyo. No será simplemente un empleo, sino una vocación. Me plantearé desafíos cada día. Cuando la vida me golpee, volveré a levantarme del suelo. Tal vez no sea la persona más inteligente de la habitación, pero intentaré ser la más apasionada y perseverante".
Y si aún me estuviera escuchando, añadiría: "A la larga, papá, quizás el grit; es decir la pasión y la perseverancia, cuente más que el talento".
Todos estos últimos años he estado reuniendo las pruebas científicas que demuestran mi punto de vista. Es más, sé que el grit cambia, no siempre es el mismo, y mi investigación me ha revelado cómo desarrollarlo.
Este libro resume todo cuanto he aprendido sobre el grit.
Cuando terminé de escribirlo visité a mi padre. Le fui leyendo cada frase a lo largo de los días, capítulo a capítulo. Durante la última década ha estado luchando con el párkinson y no estoy totalmente segura de hasta qué punto lo entendió. Aun así, parecía escucharme atentamente y cuando terminé de leérselo, se me quedó mirando. Después de lo que me pareció una eternidad, asintió con la cabeza una vez. Y me sonrió.
Antonio Camacho ganó, el pasado mes de junio, el Premio de Marketing de Inmociónate con la campaña Street Marketing de la inmobiliaria Comprarcasa Iniesta, en la que trabaja, en Murcia. Tras recibir el premio, me acerqué timidamente a él y le felicité. Le felicité porque, aparte del atractivo de su campaña de marketing, me fascinó la presentación de Antonio. Tenía todos los atributos de una gran presentación: emoción, humor, pasión y humildad. Desde entonces, nos hemos hecho amigos. Anoche estábamos hablando de cómo conseguimos las cosas que nos proponemos.
Y le dije: "¡Lee GRIT!"
Las líneas de más arriba son el prólogo de GRIT (el poder de la pasión y la perseverancia) de Angela Duckworth. Si las has leído, entenderás a lo que me refería cuando le dije a Antonio: "¡Lee GRIT!"
No hay comentarios:
Publicar un comentario